Viaje al África austral

Las Cataratas Victoria

Nuestros amigos Diego y Dunia de Málaga, grandísimos viajeros, han hecho un apasionante viaje por el África austral en agosto de 2022, recorriendo Ciudad del Cabo, el Delta del Okawango, los safaris en los parques naturales, las Cataratas Victoria y el Río Zambeze, y han querido compartir sus aventuras en nuestro Blog. Aquí tenéis la crónica de su gran periplo africano.

AUTOR: Diego Bermúdez

Sábado 21 a las 11 de la mañana, Hans y mi suegra nos recogen en casa, llevamos 2 bolsas grandes y una mochila cada uno. Hans tiene 86 años y está mal de la vista, y estamos a punto de no llegar al aeropuerto. Varios coches nos pitan, uno incluso se detiene porque piensa que le estábamos impidiendo pasar. Conseguimos llegar al aeropuerto para coger el vuelo que sale a las 13:30 hacia Ciudad del Cabo. Pasamos la noche en Amsterdam; aún no termino de entender por qué hay que subir al norte para bajar otra vez al sur.

Desde Amsterdam nos esperan 10 horas y 45 minutos de trayecto por delante. Veo tres películas y miro por la ventanilla, aunque estamos a 10.000 metros y no se ve demasiado. Sólo se distingue el Desierto del Sáhara y un manto de calima sobre él. A partir de ahí más nubes, por lo que pongo en la pantalla de mi asiento la información del vuelo y miro a través del mapa por dónde vamos. No hay demasiadas turbulencias y voy tranquilo, la tripulación nos da comida, cena y desayuno, por lo que vamos entretenidos y las horas van pasando. A las 22:45 horas comenzamos el descenso, las luces de la ciudad se extienden a lo largo, cada vez más próximas. De repente, se apagan y vuelven a aparecer: hemos atravesado la bahía.

En el aeropuerto nos espera un taxista que habíamos contratado por Booking y que nos lleva  hasta el Grey Hotel. Por el camino solo vemos la silueta de la Mesa y las luces amarillentas de las farolas. El hotel es familiar, pequeño, pero el personal es amable y, sobre todo, la ubicación es ideal.

Amanece temprano y nos despertamos con la luz que entra por la ventana. Desayunamos en un bar cercano al hotel y volvemos a recoger lo que necesitamos para un día de visita por la ciudad. He dejado la Sony en la caja fuerte y me llevo la Canon pequeña, ya que aún no sabemos qué ambiente nos vamos a encontrar y esta cámara cabe en un bolsillo.

Vamos al A & V WaterFront del puerto, que está a 10 minutos caminando. Pasamos por un puente y, en la orilla opuesta, un montón de plásticos y cartones protegen del frío a los indigentes. Viendo un mapa de la zona en un panel nos situamos; se nota que es uno de los puntos más atractivos y con más turistas de la ciudad. El día es soleado y, a pesar de ser pleno invierno, tenemos una temperatura agradable. Un marco amarillo simula un cuadro, y, tras él se encuadra una vista de la ciudad a los pies de la Mesa que resulta ideal para unas primeras fotos. Seguimos nuestro paseo y vemos una torre roja con un reloj, un puente, centros comerciales pequeños, exposiciones de cuadros. En el puerto hay barcos atracados, mayoritariamente turísticos, que zarpan para avistar ballenas y delfines o para viajar a Robben Island, donde estuvo preso Nelson Mandela durante 18 años. Nos ofrecen varias veces un helicóptero para sobrevolar la ciudad, pero, además de ser caro, no entra en nuestros planes. Vemos tiendas que nos parecen originales, con figuras de animales construidas con materiales diversos o con esculturas de madera como reclamo que resultan dignas de cualquier museo.

Vemos la central de los buses hop on hop off, los típicos autobuses rojos que te llevan por la ciudad evitándote largas caminatas. Hay dos líneas: la roja, por el centro de la ciudad y que llega hasta la falda de la Mesa, y la azul que te lleva por las afueras. Escogemos la roja que nos lleva a la base de la Table Mountain, desde donde se divisa la parte principal de la ciudad. Hay que tener en cuenta que todo lo rodea al Cabo se considera barrio de la ciudad, aunque algunos estén a 70 Km del centro.

La Table Mountain tiene forma de mesa, plana en su cumbre, tiene unos tres quilómetros y está considerada una de las últimas maravillas naturales. Está escoltada por Lion Mountain al oeste y por otras sierras más pequeñas hacia el este. Desde la base se puede tomar un teleférico circular que te lleva hasta la cima y que te permite tener una visión privilegiada de la ciudad. Desde un punto de vista geológico es una de las primeras montañas de la tierra, con más antigüedad incluso que la cordillera del Himalaya (cuyas cumbres espero ver el mes que viene). Desde la base, las vistas son espectaculares: se divisa la ciudad a orillas del océano, y Robben Island. En agosto realizan tareas de mantenimiento del teleférico y no funciona pero, dado que volveremos ya en el mes de septiembre, podremos cogerlo si nos apeteciera.

Tras la visita a la Mesa, el autobús recorre la zona de las grandes villas y las playas más conocidas, entre las que destaca Camp Bay. Nos bajamos en Long Street, una de las principales arterias de la ciudad a la que atraviesan otras calles más pequeñas y llenas de mercados de fruta, ropa , cuadros o souvenirs. Comemos por la zona y bajamos para coger el bus de la línea azul, pero llegamos a las seis y la última salida fue a menos cinco. No nos preocupa mucho, porque al día siguiente iremos con Civitatis a recorrer no solo las afueras, sino que llegaremos hasta el Cabo de las Tormentas (así lo bautizaron los portugueses sin ningún sentido del marketing) o Cabo de Buena Esperanza (nombre más atractivo para todos los que lo bordearon). Para cenar decidimos buscar un restaurante típico, el Mamá África pero nos dicen que ya cerró hace tiempo, así que toca cambiar de planes. Cerca de allí encontramos un sitio que tiene buena pinta, se trata de una fábrica de cerveza donde lo típico es pedir una degustación que incluye como 7 u 8 cervezas pequeñas con un sándwich. Estamos en Long Street, que tiene el sabor de viejo barrio, con unas balconadas que recuerdan al barrio francés de New Orleans.

Antes de marcharnos, caminamos calle arriba hasta Bo Kaap, el barrio de las casas de colores, una serie de viviendas pintadas con vivos tonos: las hay amarillas, verdes, violetas, o naranjas. Se trata de las casas de los antiguos esclavos, en su mayoría malayos e indonesios que, una vez liberados, se quedaron a vivir aquí y manifestaron su alegría a través del colorido de sus casas, ahora ocupadas por las nuevas generaciones. Dado que aún nos quedan energías, decidimos ir al Museo del Apartheid tras lo cual, ya cansados, cogemos de nuevo la línea roja y volvemos caminando hacia el hotel.

Al día siguiente, un chico argentino de Civitatis al que habíamos contratado desde Málaga nos recoge puntualmente a las 8 de la mañana. ¡Por fin alguien habla español! Sin perder tiempo nos dirigimos al Cabo, que da nombre y fama a la ciudad. Aprovechando que habla nuestro idioma, no dejamos de preguntarle sobre la ciudad, sobre el país, sobre las costumbres o los precios.

La primera parada nos sorprende: estamos en unas bodegas del siglo XVII llamadas Constantia, como la mujer del antiguo gobernador cuya casa, victoriana y enorme, emerge al fondo tras los viñedos. Nos fijamos que hay flores flanqueando estos viñedos, y nos explican que son una primera barrera para los insectos; una medida ingeniosa, hermosa y sencilla. Es de agradecer que sea tan temprano porque no hay nadie, solo cuando ya nos marchamos nos cruzamos con varios autobuses que vienen a visitar la bodega. A pregunta nuestra, el guía nos cuenta que la ciudad no era más que un puerto de aprovisionamiento para los portugueses primero y, sobre todo, para los holandeses, quienes se instalaron definitivamente acompañados de 300 franceses, que eran los que entendían de viñedos, uvas y vinos.

Paramos para ver, desde la carretera, las vistas de pueblos costeros y el mar. En uno de esos pueblos, nos dice el argentino, es donde él vive con su mujer.

 A pocos kilómetros está la Playa de los Pingüinos. Hay que pagar una entrada y hay una pasarela de madera que evita que nadie se acerque a molestarlos. Nos llama la atención lo numeroso de la colonia, hay muchos echados sobre un nido de arena y se los puede ver incubando los huevos. Los pingüinos van de un lado a otro, se adentran en el mar con frecuencia y toda la torpeza que manifiestan en tierra se convierte en agilidad y destreza en el agua. Las olas los mecen y flotan a merced de ellas. Mi Sony no para de disparar y nos hubiésemos quedado más tiempo, pero quedaba mucho por visitar y nos dirigimos al parking donde nos espera el guía.

Tras la Playa de los Pingüinos entramos en el Parque del Cabo, donde también cobran la entrada aunque es barata. El guía nos explica que es frecuente avistar monos y avestruces, aunque no vemos ninguno de ellos (los veremos a la vuelta). El Cabo tiene varios miradores y en ellos solo encontramos una pareja de franceses con un niño, por lo que podemos observarlo solos y desde cualquier sitio. La Punta del Cabo es un apéndice que le sale a la costa y que mide unos 300 metros de largo y si giramos la vista, vemos una pared vertical con vegetación, que cae hacia el mar. Un funicular nos sube hasta el faro viejo (hay otro moderno en otra zona de la Costa) desde donde se disfrutan unas vistas de 360º que abarcan el Cabo y el mar al oeste, la silueta de la ciudad y la Mesa al norte y el océano al Sur. Nuestro guía nos recordó que en ese punto naufragaron más de 2.000 barcos y nos contó la leyenda del capitán fantasma, muerto en aquellas aguas donde, a veces, se vislumbra su navío surcando el mar. Es un día soleado y el mar está tranquilo, por lo que, a lo lejos, se divisan los barcos que navegan atravesando el punto más austral del continente africano.

De vuelta a la ciudad, atravesamos las curvas de Chapman Picks y paramos en un mirador para contemplar la fuerza del Océano rompiendo contra gigantes de piedra. Comemos en Kout Bay, famoso por sus focas, tras lo cual tomamos un barco y llegamos a un lugar donde estos mamíferos se apilan por centenares Desgraciadamente las fotos salieron movidas ya que parecía que el barco saltaba en vez de navegar. Como colofón, el guía nos lleva colina arriba hasta Signal Hills para ver la ciudad desde el lado opuesto. Pudimos ver ahí abajo el estadio en donde España jugó la semifinal del Mundial de fútbol contra Portugal.

Con la intención de cenar algo típico, llegamos al Gold, un restaurante magnífico donde cada asiento tiene junto a él un tambor africano alto. Desde el escenario, un personaje ataviado con pinturas y ropajes típicos nos marca el ritmo que nosotros tenemos que seguir. Me parece que aún deben estar riéndose de los turistas, que hacen lo que pueden ya que, si bien al principio el ritmo es lento, al final es endemoniadamente rápido y apto solo para profesionales. Además, nos pintan las caras y nos sirven 14 platitos con comida típica de diferentes países del continente. Bailé con varias chicas nativas y para cerrar el show danzamos todos el «Jerusalema”

Al día siguiente, el 23, tocaba ir temprano al aeropuerto para volar hacia Botswana con una compañía low cost africana, Airlink, magnífica por cierto, que cuenta con aviones nuevos que ofrecen comidas y snacks. Pese a mi miedo a volar, el avión nos llevó sin incidencias a Maum, la puerta de entrada al Okawango.

La ciudad de Maum no nos sorprende ya que es la imagen más parecida que tenemos de las ciudades africanas.  Poco asfalto y mucha tierra, con algunas casas aisladas y bastantes chabolas dispuestas al borde de la carretera por la cual vemos como cruza un rebaño de cabras o un grupo de vacas. Una vez aterrizamos, nos montamos un taxi hasta nuestro hotel, Cocodrile Camp, un hotel viejo con cabañas al borde de uno de los brazos del río.

En el bar del hotel tomamos unas cervezas y hacemos tiempo hasta la tarde, ya que hemos quedado con una de las socias de Mokane safaris, con quien contratamos parte de nuestro itinerario. Es lo más práctico porque te gestionan el transporte, los hoteles y las entradas a los parques.

Por la mañana temprano, nos vamos hacia el aeropuerto con el picnic que nos ha preparado el hotel, ya que el restaurante no ha abierto aún. Viene con nosotros una pareja de catalanes, que nos acompañarán hasta Victoria Falls. Llega la avioneta que, en media hora y sin sobresaltos nos deja en una pista de tierra. Caminamos unos 200 metros y nos encontramos con un pequeño lodge perfectamente integrado en la sabana. Tiene un espacio común donde nos presentan a los guías y nos dan horarios e instrucciones de seguridad mientras tomamos café, en mi caso un té con leche. Nos enseñan nuestras tiendas de campaña que están como a 100 metros de la estancia principal. Montadas sobre una plataforma de madera en alto, son amplias y altas y están equipadas con una cama de matrimonio y una repisa para apoyar objetos. Las ventanas son mosquiteras que cierran todas las tardes. Fuera de la tienda y como a un metro y medio de distancia, una cortina de caña hace de puerta de un lavabo con un grifo largo y móvil que sirve, también, para llenar un cubo que tras izarlo con una cuerda hace las veces de ducha. Al final de todo también encontramos un retrete.

Dejamos las bolsas y sacamos lo imprescindible, ya que nos dicen que esa misma mañana saldremos un rato. Cogemos prismáticos, cámara, agua y nos ponemos ropa oscura o parda, ya que nos cuentan que otros colores, blanco incluido, podrían alterar a los animales que no están acostumbrados a esos tonos. Nuestro guía es Isaías, un hombre de color de unos 45 años quien nos da las primeras indicaciones: hay que ir pegados a él todo el tiempo, si se para, nos paramos, si camina despacio, nosotros igual, si nos cruzamos con un león, nos paramos y no nos movemos. No era la idea que tenía de los safaris: creía que íbamos a ir en camiones y protegidos, le pregunto que si tenían armas y nos contesta que nadie las tiene allí.

El Delta del Okawango es una enorme desembocadura que derrama los múltiples brazos del río homónimo, que nace en Angola y, que tras atravesar cuatro países, muere en desierto del Kalahari. Es un lugar con abundancia de agua y alimentos, ideal para la vida salvaje.

Isaías coloca dos asientos de plástico en el suelo de una pequeña canoa que los locales denominan mocoro y nos sentamos en ellos. Él se coloca de pie a nuestra espalda portando una pértiga de madera y va perchando a través de una superficie llena de nenúfares. Cruzamos el río y nos bajamos en la otra orilla; estamos en territorio salvaje. Isaías abre la marcha y nosotros vamos pegados a su espalda, es por la tarde  y hace calor. El recorrido es corto, se trata únicamente de una toma de contacto con el terreno para que nos acostumbremos a cómo serán el resto de los días. Avistamos infinidad de termiteros y árboles salpicados sobre un terreno cubierto por vegetación seca y alta, ideal para que se escondan los animales. Volvemos con el mocoro, comemos, y nos vamos a la tienda a descansar

Desde la cama, sentados, vemos los primeros elefantes, a lo lejos. Vamos a la zona común, charlamos, preguntamos y disfrutamos de la tranquilidad reinante, sin móviles ni cobertura. Hay al menos dos cocineras y siempre hay café, té, leche y agua. Durante los días que estaremos allí tomaremos un café con fruta o algo ligero a la vuelta de los safaris, un desayuno completo con salchichas, huevos y bacon, a mediodía para la comida carne con guarnición, fruta y ensaladas y para la cena nos prepararán ensaladas, pastas y carne. El agua, servida en jarras, es de un color amarillento. Nos dicen que está purificada, pero no nos fiamos mucho y bebo leche. Aunque el último día bebemos el agua de las jarras y no nos pasa nada. De todas formas hemos descubierto un arcón donde hay botellas de agua mineral. Las cogemos y las apuntamos en una hoja, para pagar al final.

Es de noche y miramos al cielo, nunca vimos más estrellas y tan cercanas, se ven hasta las constelaciones. Tenemos que irnos a dormir y nos acompaña un guía hasta la tienda cuando oímos un león y los bufidos de los hipopótamos cerca. Nos metemos en la tienda y cerramos bien, aunque da la impresión de que los animales estén debajo de la tienda, por lo cercanos que suenan. Intentamos dormir y no me atrevo ni a ir al baño. Al final duermo un poco, pero deseando que amanezca.

Salimos de la tienda mirando a todos lados, pero solo se ven los elefantes de ayer a lo lejos. Tomamos el primer desayuno y montamos en el mocoro que nuestro guía lleva hasta la orilla opuesta. Comenzamos a caminar tras él y conseguimos ver los primeros impalas, las familias numerosas de babuinos, elefantes y jirafas, aunque no avistamos leones, cebras o búfalos.

La segunda noche ya dormimos bien y tranquilos. Laura, la chica catalana, nos dijo que ella sí que oyó de nuevo al león, y que tampoco durmió demasiado.

Los safaris duran unas tres horas desde que cogemos el mocoro, cruzamos el río y comenzamos a caminar. Por la mañana hace mucho frio, pero a partir de las nueve el sol aprieta y tenemos que ir quitándonos ropa; vamos como las cebollas, por capas. El segundo día podemos ver cebras, búfalos, elefantes y jirafas y por la tarde veo algo entre el follaje. Creo que era una hiena, pero Isaías nos aclara que son chacales.

En total hicimos 5 safaris. Durante la mañana del último buscamos leones, caminamos un buen rato, nos subimos a un termitero y oteamos, Isaías dice que están por allí. Dunia ve un animal grande que corre, ¿podría ser el  león? Caminamos por entre la paja seca, buscándolo ya que suelen esconderse ahí para que no los vean y cazar. No voy muy tranquilo y prefiero no encontrarnos con ninguno de frente. Mientras tanto, el guía nos cuenta que él nació allí, su poblado está a 40 minutos caminando y a media hora en mocoro y que estudió inglés en Maum y comenzó a trabajar en el Delta. A propósito de esto le pregunto sobre cómo es crecer rodeado de animales salvajes y nos cuenta que su padre ya lo llevaba de safari desde muy pequeño y que nunca le pasó nada. Esa mañana llegamos a un vergel junto a otro brazo del río y a ambos lados divisamos impalas, ciervos, cebras, jirafas, monos…

Dado que Isaías nos quiere enseñar su pueblo, caminamos por la orilla del río y a unos 300 metros descubrimos a varios hipopótamos que parecen tranquilos en el agua. Pasamos muy cerca de ellos recelosos ya que siempre hemos oído que el hipopótamo es el animal más peligroso de África. El guía nos enseña la senda por la que suben para dormir por la noche y las camas que hacen para ello en la arena. Cuando nos alejamos de ellos, respiramos más tranquilos. Más adelante abordamos otros mocoros, estos ya de fibra de vidrio pero igual de inestables que los otros, para hacer un recorrido más largo que los habíamos hecho hasta ahora. Pasamos por canales estrechos, atravesamos juncos y nenúfares y vemos varios elefantes comiendo. De repente, uno levanta la cabeza y nos mira, despliega sus enormes orejas e inmediatamente el guía retrocede hasta alejarnos de allí. Según nos contó más tarde, los elefantes avisan dos veces, primero mueven la cabeza, después abren las orejas y a la tercera atacan.

Rodeamos la zona de los elefantes y llegamos al poblado. Está compuesto por una serie de cabañas construidas con arcilla y con botellas de cristal intercaladas para darle más consistencia. No hay agua corriente en las casas, pero tienen varias fuentes repartidas por el pueblo y son muy básicas, sin electrodomésticos. En cuanto nos ven, los niños abren unas mantas y sacan los artículos que venden. Les compramos un cubierto de madera con la cabeza de una jirafa para servir ensaladas. Uno de ellos, de unos seis o siete años, está sentado en el suelo y limpia unos frutos pequeños que, una vez lavados deposita en un cubo de arcilla. Isaías nos dice que esos frutos son los preferidos de los elefantes y que los habitantes de la aldea tienen que enterrarlos y hacer fuego encima, ya que si estos animales los huelen, podrían acudir llevándoselo todo por delante. Ya está casi anocheciendo cuando volvemos, a nuestra tienda.

Al día siguiente tenemos que marcharos hacia el aeropuerto a las 13:00 para coger una avioneta destino Kasane, al nordeste de Botswana. Pero como disponemos de tiempo hasta entonces, salimos de nuevo a la sabana y podemos ver de cerca grupos de cebras, de impalas, de jirafas, monos, búfalos y elefantes.

Ya en el aeropuerto, divisamos nuestra avioneta que se dispone a aterrizar en la pista, no más que un terrizo con baches. Escrito con tiza hay un cartel donde pone en inglés «vuelos domésticos». De repente, un elefante cruza por la pista y los guías y nosotros nos ponemos a hacer palmas para que se asuste y corra, ya que la avioneta está a punto de tomar tierra. Afortunadamente se marcha y nuestro avión puede aterrizar y descargar las provisiones. En él iremos nosotros y dos chicas japonesas mientras que Andreu y Laura viajarán en otra avioneta. El piloto es un chico joven quien nos canta en dos minutos las medidas de seguridad, entre ellas la localización de un botiquín y un extintor. Nos esperaba una hora y media de infierno ya que el solo ruido del motor hacía vibrar el aparato. En efecto, no hubo un momento de calma: baches, turbulencias… Pensé, y creo que las japonesas también, que no lo contábamos, pero afortunadamente llegamos al aeropuerto sin novedad. Las japonesas aplaudieron, soltando la tensión y evidenciando que, aunque fríos, los nipones también pasan miedo y lo demuestran.

Desde el aeropuerto, un taxi nos llevó a otro lodge donde nos tocó la última habitación, por lo que tenemos que caminar unos 200 metros cuesta arriba para llegar. Por el camino vemos una especie de hurones grises que habitan en el hotel. Al principio nos hacen gracia y les hacemos fotos, pero más tarde, cansados ya de verlos, no les haríamos ningún caso. En la recepción preguntamos por los safaris, horarios, comidas y demás asuntos pero no nos supieron atender hasta que llegó otra recepcionista con la que nos entendimos finalmente. Nos tumbamos un rato en la habitación, ya que son las cinco de la tarde y a las seis ya es noche cerrada por estas latitudes. El hotel es viejo y la habitación también, pero tiene enchufes, es espaciosa y cuenta con una buena cama.

A la mañana siguiente estamos en recepción a las 5:45, aún de noche. En la puerta nos esperan unos camiones con la parte de atrás abierta. Montamos en uno de ellos, nos dan una manta y enseguida entendemos el porqué. Un frío tremendo nos atrapa a medida que el camión coge velocidad y no sabemos cómo cubrirnos más, ya que los gorros y guantes han quedado en las maletas. Tras unos veinte Km llegamos al parque cuando ya está amaneciendo y ya nos sobra ropa con el sol brillando. Lo primero que vemos es un elefante. Los camiones viajan por unos carriles de arena y nosotros vamos botando en cada bache, menos mal que no tenían techo. Los guías se comunican entre ellos y uno da el aviso de que han avistado leones. Hacia allí salimos saltando en los asientos y agarrándonos en donde podemos. Cuando llegamos al lugar ya hay varios camiones ya que cada hotel tiene los suyos. Al principio cuesta trabajo ver a los leones, pero el guía, que tiene más práctica, enseguida los distingue. Arranca el coche y nos ponemos delante de donde tienen que pasar y al poco rato dos leonas cruzan con sus cachorros. Nos emocionamos y pensamos que el madrugón ha merecido la pena. Disparamos un montón de fotos y nos damos cuenta de que los animales están acostumbrados a los coches ya que no huyen, como en el Delta. Además de los leones podemos ver Impalas, gallinas de Guinea por todos los lados, jirafas, elefantes en la orilla del río, búfalos y todo tipo de aves que harían feliz a cualquier naturalista. A la vuelta el camino se nos hace agradable ya que hace calor y vamos en un descapotable.

De vuelta en el hotel, comemos en su restaurante y estamos de nuevo en marcha a las tres. El camión nos traslada hasta el embarcadero, donde nos subimos en la proa de un pequeño barco. El río es enorme; es el límite natural entre Botswana y Namibia y vemos varios barcos que lo navegan. Uno de ellos en particular nos llama la atención ya que en la cubierta hay siete sillas, cada una de ellas dotada de una cámara con grandes objetivos de medio metro. Zarpamos siguiendo la costa y vemos cocodrilos tendidos al sol, algunos de ellos son enormes. Pasamos a unos 200 metros de unos búfalos, somos conscientes de que son grandes nadadores pero, afortunadamente, están muy entretenidos pastando. El río nos parece precioso, lleno de vida. De repente aparece una manada de elefantes que se adentra en el río y lo cruza. Resulta un espectáculo ver cómo se sumergen enteros salvo la cabeza y cómo suben al llegar a la otra orilla, y ya fuera del agua se cubren de arena con sus trompas y se pierden en la lejanía. Más tarde vemos los hipopótamos de cerca, cómo se protegen del sol en el agua y nos fijamos en cómo la piel que sobresale está cuarteada. En otros lugares de África como en Gabón se bañan en el mar para cicatrizar sus heridas y eliminar parásitos, pero aquí el océano les queda un poco lejos.

Y ya con todo lo vivido hoy en nuestro recuerdo, volvemos al hotel a ducharnos y a cenar en la piscina Se trata de un bufet que abre a las siete de la tarde y que consta de sopas, cremas, una barbacoa y ensaladas, con dulces de postre. 

 Al día siguiente, ya con la experiencia del día anterior, montamos en los camiones pertrechados con gorros de lana, cazadoras y mantas para protegernos del frío. Recorremos la orilla del río que ayer navegamos y el paisaje resulta impresionante: la arena blanca, el río, la sabana, a un lado Botswana y al otro Namibia. El río está lleno de vida y de aves muy curiosas; las hay que arrastran el pico y detectan comida, o las pescadoras que se sumergen y se quedan inmóviles sobre un tronco ya que no pueden volar hasta que no secan sus alas. Algunas son enormes alcanzando el un metro y medio de altura. Avistamos también el ave nacional de Bostwana, una zancuda grande con franjas amarillas. Nos alejamos del río y subimos, de nuevo entre saltos, a las pistas de tierra donde vemos una manada de Impalas que comparten pasto y arbustos con unos Kudús, unos cérvidos enormes con una media joroba y unas franjas blancas en el lomo cuyos machos posan imponentes con sus cornamentas mientras que las hembras no tienen cuernos. Buscamos con la vista leones y leopardos aunque sin éxito, pero lo que sí que distinguimos son huesos de elefantes; nos explican que hace unos años, el Ántrax acabó con muchos de ellos y con todos los animales que se comieron sus cadáveres. También encontramos el cadáver de un búfalo, posiblemente cazado por leones, y de cuyos restos se aprovechan todos los carroñeros.

A pesar de recorrer muchas veces los caminos, nos resulta imposible orientarnos hasta el punto que pasamos varias veces por el camino privado que conduce al único Lodge que está dentro del parque. Allí, nos cuentan, se casó, por última vez, Elizabeth Taylor. Camino de nuevo, al hotel, atravesamos la población de Maum y vemos los chiquillos por la calle, las mujeres con cestos en la cabeza y los rebaños que vuelven a cruzar la carretera. Esta es la imagen que teníamos de África.

A la excursión de la tarde se añade otra pareja de catalanes que acaban de llegar. Nos da la impresión de que nosotros llevamos semanas, que somos ya los veteranos, y les contamos nuestras experiencias. Llevan una buena cámara con un gran objetivo y fotografían Impalas y elefantes que nosotros ya vemos como habituales. Contemplamos cebras, una manada de elefantes pasa por delante y, por fin, de nuevo aparecen las leonas. Son dos adultas que se pasean por delante de los camiones como si estos no estuvieran. Una de ellas se tumba descarada delante de uno de los vehículos. La otra descubre a lo lejos unos Impalas y se pone en posición de ataque, pero como hay pocos arbustos los Impalas la ven y huyen perdiéndose de vista. La leona desiste y vuelve a tumbarse junto a nosotros.

Nos falta por ver al leopardo. En el Delta, de noche, encontramos restos de Impala devorados por ellos, pero no vimos ninguno. El guía nos lleva hoy por otra entrada del parque, un poco más alejada de la principal. Vamos buscándolo, vemos las huellas y seguimos su rastro pero no conseguimos verlo. En cambio, nos topamos con un león macho con su enorme melena que yace tumbado, pero no se despierta. Los leones macho se pasan el día durmiendo mientras que las hembras se dedican a cazar.

Paramos a desayunar. Todos los días, el guía monta un mantel sobre el capó del camión y dispone unos termos de café o té, y unas galletas deliciosas. Desde luego hambre no pasamos. Aprovechamos para orinar, mirando siempre hacia atrás, por si hubiera que salir corriendo. Hemos parado cerca del río y los árboles de la orilla están repletos de monos, familias de babuinos que no molestan, ni roban nada como los simios de otras latitudes. Además, son amigos de los impalas que esperan debajo y recogen los frutos que tiran o se les caen a los primates. Avistamos un pájaro precioso que tiene todos los colores del arco iris y que cuando alza el vuelo despliega todo su colorido. Nos parece el ave más hermosa que hayamos visto nunca. Arrancamos y de nuevo recorremos los senderos. No nos cansamos de ver fauna. El guía, que es un empleado del hotel que hace un poco de todo, disfruta de su trabajo y está empeñado en enseñarnos el leopardo. Sabe que está por la zona y va de un lado a otro sin que consigamos verlo. Los guías tienen terminantemente prohibido salirse de los senderos, pero el nuestro lo hace y a unos metros lo ve. De repente escuchamos a nuestro guía: «There, there, quick, quick» y todos miramos hacia donde señala. Y por fin, allí está, majestuoso, sobre la rama de un árbol. Resulta impresionante, no ya por su tamaño, sino por su agilidad, sus manchas amarillas y negras y su elegancia.

Tras las tres noches y los 5 safaris, es hora de marchar rumbo a Victoria Falls. Nos recogen en el hotel y vamos con la pareja de recién casados con quien hemos compartido todos los safaris. Allí nos despediremos, porque ellos continúan hacia Namibia. Nos recoge un microbús y nos lleva por una carretera a través de la sabana, donde continuamos viendo animales, hasta la frontera con Zimbabwe. Ahí pasamos el control previo pago del visado. Los catalanes van a un hotel en el centro y nosotros a uno en las afueras, El “Pioneer”, un hotel que nos parece fantástico. El edificio es de estilo colonial, lujoso y está rodeado de jardines, fuentes y estanques con patos. Nos trasladamos a la época de la reina Victoria y nos parece que en cualquier momento pueda aparecer por allí. Dado que el check-in es personalizado, nos sientan en una sala con unas butacas, nos ofrecen un zumo y nos registran sobre la marcha.

Como tenemos todo el día por delante, cogemos un taxi y nos vamos al centro. Caminamos al lado de las vías del tren, cruzamos una alambrada y salimos a la carretera. Durante el paseo nos insisten para que compremos billetes y nos ofrecen millones por pocos dólares. Finalmente lo entiendo: ellos tienen una moneda completamente devaluada que poco más que sirve para comprar en algunos supermercados, pero nadie la quiere. De facto, la moneda oficial del país es el dólar. Si sacas dinero de un cajero te dará dólares y todos los pagos y transacciones se hacen con esta divisa.

Un poco más adelante vemos la entrada al recinto de las cataratas y seguimos caminando por la carretera hasta el puente que separa Zimbabwe de Zambia, antiguas Rodesia del Norte y Rodesia del Sur . Pedimos un pase especial y nos dejan acceder al puente en la parte de Zambia desde donde vemos por primera vez, el Río Zambeze, el cuarto río más largo de África y desde donde podemos intuir una pequeña parte de las cataratas y el curso de un río de aguas verdes que se pierde cauce abajo. Volvemos al pueblo caminando y nos acompañan unos monos y gente insistiendo nuevamente para que compremos algunos souvenirs. Tras pasar varios puestos llenos de figuras que parecen un museo de esculturas al aire libre, llegamos a la altura de las vías, donde vemos tres mujeres con los bolsos y cajas en la cabeza. Les pido hacernos una foto con ellas, a lo cual me dicen que sí pero se quitan antes lo que llevan en la cabeza, con lo que una posible foto original y curiosa se queda en una instantánea con tres chicas negras.

Ya en el centro del pueblo entramos a comer en Los Tres Monos un restaurante donde tomamos una pizza con una cerveza gigante. Al salir, paseamos entre las tiendas y los puestos y compramos una madera con muchas figuras pintadas sobre un fondo rojo. Regateo y consigo un mínimo descuento. Pero hace mucho calor y humedad, así que, tomamos un taxi y nos vamos a disfrutar del hotel. Mañana iremos a las cataratas Victoria.

Al día siguiente desayunamos en el hotel y vamos en taxi a la entrada de las Cataratas, pero cuando vamos a pagar, no le funciona el TPV y tenemos que darle el poco efectivo que nos quedaba. En la entrada del recinto nos ofrecen muchas veces subir en avioneta para ver las cataratas desde arriba, pero ya estamos cansados de volar y además son 15 minutos y 250 dólares. Vemos un plano y nos situamos: hay 16 miradores y entre unos y otros una frondosa vegetación. Las cataratas están formadas por la caída del Río Zambeze a lo largo de dos kilómetros, es una grieta impresionante por donde no para de caer el agua con una fuerza tremenda. Desde cada rincón la vista es diferente y al ser tan larga tiene varios puntos de vista distintos. Una estatua enorme de Livingstone se alza en la entrada, justo enfrente del primer mirador. Desde uno de ellos podemos ver la piscina del diablo, una especie de poza que hace el río en la pared opuesta a nuestra posición, al borde de la catarata, donde los turistas pagan una cantidad de dinero y se bañan allí mientras les hacen una fotos.

Disfrutamos de toda la mañana en las cataratas y cuando salimos, vamos a tomar algo en el mismo restaurante del día anterior ya que se come bien y es barato. Después volvemos al hotel porque hemos contratado un paseo por el río Zambeze por la tarde.

Nos recoge el mismo chófer que nos trajo al hotel. En el autobús viene una familia completa desde Harare, la capital. Son abuelos, padres, hijos y nieto que están de vacaciones. Llegamos al embarcadero donde hay que cruzar un puente hasta el barco. Mientras esperamos, una chica en ropa interior nos llama la atención. Detrás de ella aparece la madre gritándole y forzándola a que se vista. A regañadientes, la muchacha se pone el pantalón, le hace un desaire y se marcha enfadada.

Ya está listo el barco, es viejo y el capitán que está esperando al lado del timón nos da la impresión de que añora épocas mejores y trabajos más interesantes. Se pasa la travesía charlando con nuestro chófer, quien también sube al barco. Nos acomodamos en la proa, pero no es como el barco de Kasane, tiene una mesa central y sillas a su alrededor. Los miembros de la familia de Harare están contentos y gritan constantemente, los chicos se mueven de un lado a otro sin parar quietos un momento. Pronto vemos los primeros hipopótamos, el río está lleno de ellos y como el cauce es tan amplio, hay espacio para todos. Vamos cerca de la orilla, alejados de las cataratas. Sobre un tronco hay un cocodrilo tomando el sol, o esperando que alguna presa se ponga a su alcance. El capitán y el chófer abren el bar que reparte bebidas gratis, además de servirnos una especie de empanadilla tiesa y fría para picar. Continúa el jolgorio, parece que a la familia le ha gustado lo de las bebidas gratis porque no paran de servirse. El capitán pone rumbo hacia el oeste para que veamos la puesta de sol sobre el río, pero no podemos disfrutar en silencio de las vistas porque toda la familia quiere hacerse fotos extendiendo el pulgar y el índice, simulando una pinza que coge el Sol. Tras un rato, el barco navega alrededor de una isla y vuelve donde nos recogió.

El autobús está a unos 300 metros. Caminamos hacia él y al girar una esquina me tropiezo con dos pumbas que se asustan más que yo. Subimos al autobús y un elefante va hacia el río, por unos minutos no me he tropezado con él. Caigo en la cuenta, otra vez, de que estamos en territorio salvaje.

Llegamos de noche al hotel y nos acostamos pronto ya que al día siguiente, después de desayunar, nos marcharemos hacia Zambia. Nos recoge de nuevo el mismo chófer y nos lleva hasta la frontera, nuevo visado, nuevo pago y otro chófer, nos lleva hasta la puerta de las cataratas, para verlas desde el lado zambiano. Teníamos dudas anoche sobre si venir o no ya que eran otros 60 euros, pero cuando entramos, nos alegramos de haberlo hecho. Otra estatua de Livingstone, del mismo escultor que la de su gemelo de Zimbabwe sin duda, se levanta en la entrada. Desde donde estamos se ve, en el lado opuesto la otra escultura. Recorremos los miradores y vemos los rincones que no vimos desde el otro lado. A nuestra espalda se ve el puente que cruzamos el primer día y la vista de las cascadas cayendo al río que discurre por debajo de nosotros, es impresionante, más aún por los arco iris completos que se sumergen en el agua.

Lo que nos quedaba de día lo íbamos a pasar viajando. El chófer nos espera en el parking y nos lleva a la ciudad de Livingstone que es alargada, al menos vista desde la carretera. Todo lleva el nombre del explorador: el museo, los supermercados y hasta la misma ciudad. Y de ahí al aeropuerto, ya que volamos a Johannesburg. En el aeropuerto, un poco caótico, nos recoge un empleado que nos sube las maletas al carro y nos la conduce hasta la segunda planta, al mostrador de Airlink. Ahí nos advierte de que tengamos cuidado con la cartera en Johannesburg ya que es una de las ciudades más peligrosas del planeta, y se queda esperando una buena propina. Como no se la damos, ya que no llevamos nada, se marcha enfadado y refunfuñando. Desde el avión divisamos el río y las cataratas. Nos hemos ahorrado la avioneta.

Nuevo vuelo y ya de noche nos encontramos en otro hotel en Ciudad del Cabo. Nos queda un día por delante ya que el vuelo de vuelta sale por la noche. Tenemos tres opciones una es subir al teleférico y a la Mesa, pero está nublado y no se va a ver nada, por lo que lo descartamos. La otra opción es ir a la Isla de Robben, donde estuvo encerrado 18 años Mandela. Hay que reservar, también es caro y no nos resulta atractivo lo que nos cuentan sobre la visita: un antiguo preso te cuenta en inglés su experiencia allí y te enseña algunas dependencias. La visita estrella es la celda de Mandela, una celda pequeña con un catre al fondo y un retrete. Nuestra última opción es dar un paseo por el centro nos decantamos por esta. Visitamos el Ayuntamiento, donde hay una estatua a tamaño natural del mandatario.  También entramos en el Museo del Apartheid  donde conocemos la historia y las zonas más conflictivas. Paseamos tranquilamente viendo mercados y puestos callejeros y nos damos cuenta de que la guía recomienda no perderse el Parque Botánico, así que decidimos llamar un UBER y dirigirnos hacia dicho parque. Vamos sin demasiadas expectativas, esperando un jardín botánico al uso, pero nos sorprende en cuanto llegamos, ya que es un auténtico vergel, con varias hectáreas de extensión al pie de la Mesa y que cuenta con un río, cascadas pequeñas, un lago con patos y con bancos cada pocos metros, para sentarse y disfrutar de la vista y de la tranquilidad. Hemos llegado temprano y estamos prácticamente solos. El parque se extiende colina arriba y está plagado de árboles, alguno tan curioso que sus hojas brillan como luces de un árbol de navidad. El parque está lleno de flores exóticas y de una variada fauna de aves, algunos como colibríes con vivos colores que se posan sobre las plantas, sacando el polen con su pico. Nunca habíamos visto fósiles de árboles, con parte del tronco y la corteza petrificada, milenarios. Un puente que transcurre por encima de la arboleda nos conduce a un restaurante donde comemos, rodeados de naturaleza.

Para terminar el día, vamos donde comenzamos el viaje: al puerto, pensando en hacer algunas compras en alguna de las tiendas y centros comerciales. Hay verdaderas obras de arte, pero son caras e imposibles de meter en las dos bolsas con las que viajamos (no pudimos traer maletas ya que no caben en los maleteros de las avionetas). Finalmente compramos un detalle para Rosa y unas láminas para enmarcar. Y ya en el hotel esperamos el taxi que nos llevará al aeropuerto, que es el mismo que nos trajo el primer día.

Volamos toda la noche y llegamos a Ámsterdam por la mañana. Dejamos las bolsas en la consigna y cogemos un tren para visitar, de nuevo, la ciudad. Paseamos por los canales, llenos de flores, bicicletas y turistas. Nos acordamos de la última vez que estuvimos y comprobamos que la ciudad no ha cambiado demasiado. Paseamos por el barrio rojo y vamos a la casa de Anna Frank, pero hay cola y no se puede entrar sin haber sacado previamente las entradas por internet, así que continuamos paseando y entramos en un bar, a la orilla de uno de los canales. Tomamos unas cervezas y descansamos un rato.

Nos vamos al aeropuerto con tiempo ya que no tenemos que facturar y no tenemos prisa. Cuando subimos de planta para pasar el control de pasaportes, la fila es kilométrica y comenzamos a ponernos nerviosos, porque avanza lentamente y pensamos que no llegamos al vuelo. Cuando estamos casi al final, pedimos permiso a todos los que están delante y nos colamos. Corremos hacia a la puerta de embarque y llegamos a tiempo. En el aeropuerto de Málaga nos recoge mi suegra, pero conduce Dunia, y por fin, a media tarde llegamos a casa.

2 comentarios en “Viaje al África austral

  1. Avatar de Milagros Jimeno Blazquez
    Milagros Jimeno Blazquez 29 octubre, 2022 — 7:08 am

    Ufff que recuerdos de nuestro viaje….. fue mi primera vez en África y de alli salí completamente enamorada 😍 me ha encantado leer este relato, graciassssss

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    1. Avatar de isafe1806

      ¡Gracias a Diego Y Dunia! Grandes viajeros…. más o menos como vosotros 😉

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